SAMHAIN, EL FIN DE AÑO DE LA TIERRA
Por Marianna Garcia Legar

Celebrado en toda Europa, Samaín –como se lo llama popularmente en Galicia, Asturias y León y como lo llamo en mi libro– fue la festividad más importante y antigua de la Europa precristiana. Es la única fiesta que se menciona por su nombre –Las 3 noches del Fin del Verano– en el calendario de Coligny (la más antigua referencia sobre cómo medían el tiempo los pueblos celtas), donde Samonios, significa “el fin del verano”.

El festival comienza la noche del 31 de octubre e inaugura el cambio de año que comienza con los 6 meses del Reino de la Noche.

Samaín es la fiesta de transición más importante de la Rueda, ya que marca el paso de un año a otro. Los momentos de transición tradicionalmente fueron considerados mágicos, ya que el cambio de una a otra polaridad abre un portal energético que todo lo trastoca. Por ello el alba y el crepúsculo –también llamado la hora bruja– siempre han sido considerados momentos aptos para las artes mágicas.

Samaín trae consigo el retorno del año al modo Giamos (Yin) de la experiencia. La noche del 31 de octubre queda cancelado el contrato que la tribu estableció con la Tierra durante el ciclo anterior, contrato que no volverá a renovarse hasta la próxima Candelaria, en febrero. Las semillas ya han sido plantadas para que duerman bajo la tierra y, con ello, ha concluido la labor agrícola. Todo fruto que no haya sido recogido debe dejarse en la tierra, puesto que a partir de este momento sólo a ella pertenece. Ahora la tribu no puede hacer más que esperar. En Samaín el año regresa al vientre oscuro de la Madre Tierra, lugar del Otro Mundo, para recomenzar un ciclo completo.

La idea seminal que nos enseña Samaín es que todos los fenómenos se inician en la oscuridad, concepto central que regía la concepción del mundo de nuestros antepasados, para quienes la oscuridad era benévola. Las semillas germinan en la oscuridad de la tierra, los bebés se gestan en la oscuridad del vientre y las ideas y creaciones surgen del oscuro inconsciente y de los sueños. La demonización de la oscuridad –así como también la del color negro– fue obra de la Iglesia Católica que la asimiló al diablo, también inventado por ella.

Para nuestros ancestros el negro era el color de la Tierra y, por ello, era sagrado ya que cuanto más oscura es la tierra, más fértil es. Por ello nuestros antepasados vestían de negro, y encontramos rastros de esta costumbre en las vestimentas de las mujeres que, aún a principios del siglo XX, seguían vistiendo siempre de este color, que nada tenía que ver con el luto, ya que antiguamente el color de la muerte era el blanco.

El vientre de la Tierra es el útero de la Gran Madre no antropomorfa, que fue simbolizado por los celtas como el caldero del renacimiento. Pero ese símbolo celta, en realidad es mucho más antiguo que esa tradición. El caldero corresponde a las artes femeninas y es –ni más ni menos– que la simple olla que las mujeres hemos usado cotidianamente para cocinar desde hace miles de años. Ese contenedor donde puede realizarse la alquimia del agua y el fuego, que transforma ingredientes crudos y duros en deliciosos y nutritivos guisos. Siguiendo la sabiduría de esa práctica doméstica cotidiana podemos aprender que todo lo que se entregue al caldero, renacerá transformado según la ley de su alquimia.
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Extracto del libro "La Rueda de Izpania. Fiestas de la Tierra y espiritualidad matrística en la península ibérica. Con rituales para círculos de mujeres y mixtos" de Marianna Garcia Legar
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